Con un ojo en el cielo y otro en la Tierra
Los científicos alertan sobre las consecuencias de una tormenta solar y restan importancia a la mano del hombre en el cambio climático
El pasado 23 de septiembre, todo el planeta seguía con atención la trayectoria del Upper Atmosphere Research Satellite (UARS), una satélite lanzado por la NASA hace dos décadas que en 2005 comenzó a descontrolarse después de 14 años investigando la atmósfera terrestre. Las probabilidades de que alguno de sus fragmentos no se quemara al entrar en contacto con la atmósfera y pudiera caer sobre una zona poblada del globo eran remotas, pero existían. Sin embargo, parece que finalmente, los pocos restos sólidos del satélite se precipitaron sobre el Océano Pacífico. Pocas semanas después un caso similar volvió a llamar la atención de la opinión pública hasta el punto de plantearse en qué medida influye la actividad solar en la vida útil de los satélites que circundan la tierra para dar servicio al ser humano.
Las primeras investigaciones no hallaron ninguna relación entre la estrella principal y la caída de ambos artefactos. Al parecer, como en tantos otros casos, su vida útil finalizó y, tras años convertidos en basura espacial, terminaron por precipitarse. Sin embargo, y pese a no haber tenido tanta trascendencia, casi al mismo tiempo, especialistas de diferentes países alertaban al mundo sobre el inminente desencadenamiento de dos potentes tormentas solares. En Rusia, incluso, el aviso llegó a suponer el refuerzo de la seguridad de las centrales nucleares ya que, de producirse ese fenómeno, el mundo en el que habitamos podría verse seriamente afectado.
Dos enormes manchas solares en la superficie del astro Rey pusieron sobre aviso a la comunidad internacional. (Su aparición, la actividad magnética, y otros datos relacionados con estos fenómenos siguen un ciclo que dura once años. Según explica el director del departamento de Física General y de la Atmósfera de la Universidad de Salamanca, Moisés Egido, ese fenómeno no es otra cosa que una perturbación temporal de la magnetosfera terrestre asociada a una eyección coronal lo que desata una onda de choque que llega a la Tierra entre 24 y 36 horas después del suceso con mayor o menor intensidad.
La erupción solar tarda solamente ocho minutos en llegar a nuestro planeta y, pese a tratarse de la fase inicial de la tormenta, la radiación electromagnética que desprende puede llegar a interrumpir las comunicaciones dado que se extiende hasta alcanzar las órbitas de los satélites, alterándolas y pudiendo originar su caída a la superficie de la Tierra.
La segunda fase, conocida como Tormenta de Radiación, es un bombardeo de Rayos X que puede quemar los circuitos eléctricos y dañar a las personas expuestas a pesar de que la atmósfera y la magnetosfera actúan de escudos para evitar este tipo de efectos. Finalmente, la tercera etapa y, sin duda, la más perniciosa de una tormenta solar, es la eyección de masa coronal que puede dañar los satélites, todos los transformadores eléctricos por los que pase electricidad y afecta a las comunicaciones en todo el planeta en el caso de estar orientada hacia el sur.
De un tiempo a esta parte, los medios de comunicación se han hecho eco de una profecía de la cultura Maya que asegura que la tierra que habitamos dejará de existir tal y como la conocemos dentro de poco menos de un año, el 21 de diciembre de 2012. Dependiendo de quién lo interprete, el final se adivina catastrófico o como parte de la transición a un nuevo estado que no implica necesariamente la desaparición de la raza humana. Hasta esa fecha no conoceremos si aquella civilización estaba en lo cierto pero, mientras albergamos la esperanza de que se equivoquen, no podemos dejar de observar la forma en que de un tiempo a esta parte se comporta el planeta porque algunos de los fenómenos que lo sacuden nos tocan muy de cerca. Tras ser testigos de tsunamis o temibles temblores de tierra, algunos apuntan que lo que está por golpearnos es una tormenta solar de dimensiones incluso mayores que la más grande hasta la fecha documentada, la de 1859, que estuvo precedida por la aparición en el Sol de un grupo numeroso de manchas solares de una magnitud tan grande que se podían ver a simple vista y desencadenó posteriormente una reducción del ozono estratosférico de un cinco por ciento, de la que el planeta tardó aproximadamente cuatro años en recuperarse.
Consecuencias catastróficas
Las consecuencias, sin embargo, serían hoy devastadoras porque a mediados del siglo XIX el mayor avance tecnológico que había experimentado el ser humano, el telégrafo, aún se encontraba en pañales. El 1 de septiembre de aquel año el Sol emitió una inmensa llamarada, con un área de fulguración asociada que durante un minuto emitió el doble de energía de la que es habitual. Tan sólo 17 horas y 40 minutos después, la eyección llegó a la Tierra con partículas de carga magnética muy intensa. El campo magnético terrestre se deformó, lo que favoreció la entrada de partículas solares hasta la alta atmósfera que provocaron extensas auroras boreales e interrupciones en las redes de telégrafo. Si pasara hoy en día, los satélites artificiales dejarían de funcionar, las comunicaciones de radio se interrumpirían, los apagones eléctricos tendrían proporciones continentales y los servicios quedarían interrumpidos durante semanas aunque los más agoreros creen que pasarían años hasta recuperarse de nuevo del todo. De ahí que se atrevan a hablar de ‘La tormenta del fin del mundo’.
Según los registros obtenidos de las muestras de hielo una fulguración solar tremendamente destructiva no se ha produce desde hace 500 años, aunque sí se dan tormentas relativamente fuertes cada 50 años y lo cierto es que la última tuvo lugar el 13 de noviembre de 1960.
Para Moisés Egido, no existen en la actualidad conocimientos tan profundos sobre el Sol como para establecer con precisión la llegada de una tormenta de una magnitud tan brutal aunque, de producirse, opina, tendría consecuencias incalculables ya que “el mundo no está preparado para una tormenta solar de grandes dimensiones”. “Con esto pasa como con las riadas; cuando la naturaleza se desata es difícil de parar”, añade. Creen los expertos que una gran tormenta solar tendría graves consecuencias para la civilización actual dado que, entre otros muchos daños, los rayos cósmicos erosionan los paneles solares de los satélites artificiales y reducen su capacidad para generar electricidad.
Lo único cierto es que la tierra lleva tiempo avisando. El ser humano está acostumbrado a la contaminación electromagnética con la que convive desde que el mundo es mundo. A pesar de que el hombre está, desde siempre, aclimatado a las oscilaciones, las variaciones del campo magnético pueden provocar cambios en los seres humanos que afectan al comportamiento, al sistema inmunológico y celular además de repercutir sobre la sangre o el sistema nervioso. Cuando se produce una tempestad magnética los valores del campo magnético terrestre, que cambia de unos lugares a otros, se disparan. Se conocen casos de personas con el sistema inmunológico prácticamente anulado al estar, sin saberlo, en zonas de alta concentración electromagnética. Esa carga la determina la Red Hartmann, una cuadrícula invisible de energía que envuelve todo el planeta y cuyos cruces pueden resultar negativos para la salud. Tan negativos como las fallas geológicas, las corrientes telúricas, las aguas subterráneas o la propia radiación generada por la electricidad natural. Ese elemento, considerado como ‘el sistema nervioso de la Tierra’ está constituido tanto por las energías telúricas y electromagnéticas propias del planeta (endógenas) como por las energías y radiaciones cósmicas que él refleja o refracta (exógenas).
Menos influencia humana
La actividad solar de los últimos tiempos unida a la enorme evolución tecnológica ha dado pie a multitud de trabajos que permiten establecer otras hipótesis más fiables y ciertamente rupturistas. Casi todas coinciden en apuntar que, pese a lo que se nos está ‘vendiendo’, la influencia del ser humano en el cambio climático no es tan determinante como el denominado ‘lobby ambientalista’ nos quiere hacer ver. Los miembros del colectivo al que algunos llaman ‘maquinaria del terror financiero’ prefieren guardar silencio sobre la teoría de la contribución solar indirecta al cambio climático. Entretanto, ante cada cumbre del clima como la celebrada en Durban hace solo unos días, el mundo pone sus ojos en países como Estados Unidos o China, incapaces de adaptarse al protocolo de Kyoto, o se asombra con la reacción de Canadá, una de las naciones aparentemente más preocupadas por el medio ambiente, que acaba de romper con esa normativa puesto que, según lamenta, le impide seguir adelante con la explotación de sus yacimientos petrolíferos con garantías. Ven en su actitud, una forma de mirar hacia otro lado para seguir emitiendo sin control gases nocivos a la atmósfera.
Dejando claro que ese proceder es censurable, es cierto que una parte de la comunidad científica avala con sus investigaciones hipótesis fiables y muy válidas en torno a lo que ha dado en llamarse el calentamiento global que nada tienen que ver con la intercesión humana. Dado que los fenómenos producidos por ciclos solares, “siempre existieron y siempre existirán”, la economía mundial, afirman los sectores críticos, “ha despilfarrado billones de dólares en un esfuerzo completamente inútil para reducir las emisiones de CO2”. Moisés Egido reconoce que “cada vez hay más voces disonantes que consideran que se ha magnificado el efecto antrópico, cuando realmente hay causas naturales que podrían justificar en buena medida los cambios de clima”. De forma paralela también reconoce que tampoco se puede perder la referencia de que el ser humano “contamina seriamente el planeta”.
Según parece, es el Sistema Solar en su conjunto el que se está calentando. Es la consecuencia de estar entrando en una zona de la galaxia altamente energética; un área del espacio interestelar que contiene una gran cantidad de partículas derivada de lo que puede haber sido la explosión de una estrella. La teoría se refuerza tras conocer el resultado de recientes experimentos llevados a cabo en la Organización Europea para la Investigación Nuclear (CERN) que permiten establecer una correlación entre la radiación cósmica y la nubosidad del planeta. Este aspecto modificaría sustancialmente la teoría del cambio climático, que además de ser dependiente de causas orbitales (excentricidad y oblicuidad de la órbita de la Tierra alrededor del Sol), ahora vendría también determinado por la radiación cósmica de manera que el paralelismo entre los rayos cósmicos interestelares y el calentamiento global “está basado en los hechos, no en suposiciones”. Y de esa relación surgen resultados todavía más sorprendentes que desterrarían casi de forma definitiva la vinculación entre la concentración de los gases atmosféricos y las anomalías de la temperatura. El más impactante llama la atención sobre que la Tierra ha sido mucho más cálida en épocas pasadas. El CO2 ha estado en niveles mucho más altos en épocas prehistóricas que en el presente, por lo que, lo que ocurre actualmente en la Tierra es que atraviesa uno de los ciclos naturales de nuestro sistema solar. Multitud de informes avalan la teoría de que todo el Sistema Solar está pasando por un calentamiento similar al de nuestro planeta. Junto a eso también se apunta a los rayos cósmicos y al sol como verdaderos controladores del clima dominante en la Tierra hasta el punto de que de los propios rayos del Cosmos surgen moléculas que, ya en la atmósfera terrestre, pueden crecer y sembrar nubes. Estarían, por tanto, enfriando el globo.
Otros estudios más extremos, pero igual de profundos, subrayan que el incremento en la intensidad de la radiación solar en los últimos años no es otra cosa que la antesala de un hecho todavía más sorprendente. Dado que los ciclos de mínima intensidad son precedidos por otros de intensidad máxima, algunos vaticinan como probable que, en un periodo de entre nueve y doce años, el mundo comience a enfrentarse a una glaciación.
Sin embargo, no hace falta mirar al cielo para darse cuenta de que la tierra es un ser vivo que no deja de moverse. Bien lo saben en de El Hierro, donde aún son visibles las consecuencias de una actividad volcánica inusitada que obligó a desalojar una parte de la isla canaria que todavía permanece en alerta.
(...)
J G. Trevín 25/12/2011
fuente: leonoticias.com
http://www.leonoticias.com/frontend/leonoticias/Con-Un-Ojo-En-El-Cielo-Y-Otro-En-La-Tierra-vn87984-vst306
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